Silencio

Finalmente, después de un día largo y cansado, me hundo en mi cama con la única intención de poder descansar. Lo único que quiero y necesito ahora es cerrar los ojos y sumergirme en un absoluto silencio. Dormir es lo único que anhelo. La habitación está oscura y tranquila, tan sólo la ilumina la luz de la luna de manera muy tenue. Cierro los ojos, todo está en calma.

Justo cuando la quietud parece envolverme, lo escucho, un zumbido. Apenas un sonido, un mosquito. Ese tan “inofensivo” sonido invade mi mente, intensificándome hasta que se vuelve una tortura. No tardo mucho en sentirme tenso, no soy una persona muy paciente. ¿Cómo es posible que algo tan pequeño perturbe mi descanso? Abro los ojos y me siento en la cama, buscando con la mirada a aquel que me molesta.

Enciendo la luz, y lo veo. El mosquito vuela tranquilamente, indiferente a mi frustración, como si no le importara que mi paz dependiera de su silencio. Lo sigo con la vista, tratando de anticipar su vuelo. Cuando finalmente se posa cerca de mí, aplaudo con fuerza. Como era de esperarse, el mosquito cayó muerto. El silencio regresa y con él, mi tranquilidad. Vuelvo a apagar la luz y a tumbarme en cama esperando que el sueño llegue rápido esta vez.

No pasa mucho tiempo antes de que otro ruido rompa la paz, un crujido, suave pero escandaloso. Esta vez no es un insecto, sino algo más grande. Escucho con atención y veo una pequeña sombra moverse a lo largo de la pared. Un ratón.

Mi frustración, apenas calmada por la muerte del mosquito, vuelve a intensificarse. El ratón corre rápido, de un lado a otro, y cada uno de sus pequeños movimientos me parece insoportable. Me levanto de la cama, decidido a terminar con esta nueva molestia. Me apresuro a buscar una escoba y lo acorralo en una esquina. Un golpe seco. El ratón queda inmóvil. Siento una vez más esa satisfacción fugaz, el silencio ha vuelto. Pero en mi interior, algo empieza a inquietarme. Estos pequeños ruidos, estas interrupciones, parecen acumularse, como si fueran parte de algo más grande.

Vuelvo a la cama, intentando convencerme de que ahora sí podré dormir. El cansancio pesa sobre mis párpados, y durante unos minutos, creo que finalmente lo lograré. Pero entonces, un ladrido irrumpe en la noche, fuerte, constante, imposible de ignorar.

Un perro. Los ladridos son agudos, cada uno perfora el silencio que con tanto esfuerzo he conseguido. Me tapo los oídos con las manos, pero es imposible bloquear ese sonido. No puedo más. Me levanto, lleno de rabia y desesperación. Esta vez, el silencio no lo lograré dentro de mi casa. Me visto rápidamente y salgo a la calle, el aire frío me golpea el rostro, pero no me importa. Camino hacia la casa de donde provienen los ladridos. No me preocupa que alguien me vea, no me importa nada más que detener ese ruido.

Llego a la casa y veo al perro detrás de una cerca, moviéndose frenéticamente, ladrando sin cesar. Llevo un cuchillo conmigo, no sé cuándo lo tomé, pero lo siento en mi mano, firme. Entro en el jardín y el perro corre hacia mí, su furia es palpable, pero la mía es mayor. El cuchillo brilla a la luz de la luna mientras lo hundo en su costado. Tres veces. El animal se retuerce por un instante y luego cae, inmóvil. El silencio vuelve una vez más, más profundo, más denso, pero no siento el alivio que esperaba. Algo dentro de mí sigue retumbando, algo que no puedo identificar del todo.

Vuelvo a mi hogar, pero en mi mente ya hay una oscuridad que no puedo sacudir. Me tumbo en la cama, mi cuerpo agotado, pero mis pensamientos son una tormenta. No pasa mucho tiempo antes de que escuche otro ruido. Esta vez, no es un ladrido ni un zumbido. Son voces, gritos. Una pareja discutiendo. La pelea es tan ruidosa y llena de odio que parece atravesar las paredes, rompiendo cualquier esperanza de descanso.

La ira en mi interior se desata de nuevo. Me levanto sin pensarlo, mis manos tiemblan de frustración. Salgo de mi casa y me acerco a la suya. La puerta está entreabierta, invitándome a entrar. Las voces siguen discutiendo sin cesar. Entro en la casa con pasos silenciosos. La pareja ni siquiera se da cuenta de mi presencia. Están tan absortos en su pelea que no ven lo que se avecina. El cuchillo ya está en mi mano, y sin dudar, lo uso. Silencio sus voces en un instante. Uno cae, luego el otro. El sonido de sus cuerpos golpeando el suelo debería ser perturbador, pero no lo es. Por un momento, el silencio parece perfecto.

Pero entonces, un llanto atraviesa la calma. Un niño llora en una habitación cercana, el único testigo de lo que acabo de hacer. Me acerco a la puerta de su habitación, pero algo en mí se detiene. Nuestras miradas se cruzan firmemente, la mía desesperada, la de él aterrada. El llanto del pequeño resuena en mis oídos, pero no es solo eso. Hay otro ruido, más profundo, más intenso. Es como un eco dentro de mi cabeza, algo que no puedo callar, sin importar lo que haga.

Me doy cuenta de la terrible verdad, no importa cuántos ruidos exteriores silencie, el verdadero ruido está dentro de mí. Mi cabeza retumba con un sonido que no puedo detener. El llanto del niño, el eco en mi mente, ambos se mezclan en una cacofonía insoportable. No puedo más.

Tomo el cuchillo una última vez, y sé lo que debo hacer. El único ruido que queda por silenciar es el mío.